Si intento recordar detalles de infancia, adolescencia y adultez joven me veo más como alguien moviéndose rápido y en constante proceso mental. Con diálogos extensos y creencias firmes, imaginando escenas y forzando situaciones bajo la premisa: ve hacia lo que quieras y consíguelo con pasión, por que puedes.
Y continúo requiriendo unos mínimos de actividad física, de retos y aprendizajes cotidianos, quizás no aptos para la mayoría común.
No obstante, algo importante ha cambiado.
En algún momento, no puedo determinar cuál, comencé a aprender a habitarme.
Habitar mi cuerpo, abandonar mi mente. Darle actividad y descanso, silenciarme para sentirme.
Mirando atrás, mi mente era incansable. Siempre hablando, dirigiendo, mandando.
Y mi cuerpo, adaptándose a las circunstancias de la que estaba por encima, ejecutaba cada orden a pies juntillas. En ocasiones mi cuerpo estaba fuerte y acataba ferozmente indicaciones. En otros épocas se dejó llevar, se ablandó, estropeó y hubo que recuperarlo.
Leyendo, como en las últimas semanas, a Riso&Hudson algo me hizo recordar por qué dedico mi tiempo, energía y profesión a enseñar a habitarse a las personas.
En el libro “La sabiduría del Eneagrama” explican: “Cuando estamos verdaderamente presentes ante la vida, relajados y dentro de nuestros cuerpos; comenzamos a experimentar un conocimiento, una orientación interior.
Y si nos desconectamos de la presencia, la personalidad asume el mando y trata de dirigir qué hacer”
Disfruto acompañando a mis alumnos a habitar su cuerpo por que siento que les facilita ser auténticos. Les libera del discurso de la mente que tensa su cuerpo y que acaba provocando lesiones y patologías.
El maestro Yogui Bhajan ya indicó que el profesor debe ajustarse a enseñar a relajarse a la gente.
El valor añadido que aporta un coach es siempre mostrar ejemplo, guía, equilibrio. El regalo para mí es aprender más y más enseñando.
Nos vemos en clase, familia.
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